
Poco se dice de nuestra madre a lo largo de los evangelios, porque ella bien sabía que quien debía brillar era Jesús, sin embargo, en sus pocas apariciones su peso es grande. La anunciación, cuando visita a su prima Isabel, las bodas de Caná, etc. Hoy centraremos nuestra reflexión en la Pasión de Jesús. Es en ese viernes de dolor cuando las palabras de Simeón se vuelven ciertas, una espada de dolor le atraviesa el alma. Ver a su hijo entregar hasta la última gota de su sangre por amor a la humanidad. Pero María no se raja, está ahí en todo momento, haciéndole saber a su pequeño que no está solo, que ella está sufriendo junto a él.
¡Qué fe tan grande la de María! Sigue diciendo sí hasta las últimas consecuencias. Dios no se equivocó cuando se escogió una mamá, y tanto nos ama que no se la quedó sólo para él: “Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.” (Jn 19, 25-27). Con aquellas palabras Jesús nos da a su madre, aquella mujer ejemplo de amor, servicio, entrega, fe, fidelidad, alegría y demás virtudes. Aquella mujer cuya principal misión es cubrirnos con su manto y llevarnos hasta Jesús. María ya es nuestra madre, ahora sólo falta seguir el ejemplo del discípulo amado y recibirla en nuestra casa.
María es tu mamá amorosa, está ansiosa por llenarte de apapchos y estar contigo toda tu vida, pero es igual que su hijo, no le gusta imponer. Por eso, hoy te invito a ser tú el discípulo amado, llévala a tu casa, al trabajo, a tu escuela; invítala a tu familia, a las fiestas y a tus momentos de soledad. Platica con ella, pídele consejo, ella está llena de la sabiduría de Dios y te ayudará en tu diario caminar.
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